miércoles, 29 de septiembre de 2010

UN DIA DE FIESTA EN MAUTHAUSEN


     Han pasado ya muchos años –me contaba Félix Pablo Escribano Cano- pero hay aventuras que las recuerdo como si fueran de ayer.
     Félix había sido deportado a MAUTHAUSEN en el tristemente famoso convoy de los 927,  en 1940, donde también fueron mis tíos y primos. Ahora vivía solo en París en un humilde piso donde le visitamos en varias ocasiones mi esposa y yo. Tenía ya ochenta y tres años. Recordaba sobre todo las penurias soportadas durante los casi cinco años que vivió en el campo de exterminio. A menudo soñaba y se despertaba sobresaltado con las pesadillas de estar reviviendo sus aventuras. Pero también recordaba anécdotas sucedidas allí y que contrastaban con las enormes calamidades de todos los días. Esos “festejos” eran celebrados por los prisioneros con desorbitada alegría. A veces había competiciones de boxeo, partidos de fútbol, conciertos, teatro y hasta cine, pero destinados a la diversión de los SS. En una ocasión organizaron una parodia de una corrida de toros, aunque sin toros ¡claro! Participaron activamente los españoles obteniendo trajes de toreros, disfrazándose de “manolas”, de guardias civiles, músicos, etc., al más puro estilo andaluz. Las pelucas las realizaron a partir de chirloras obtenidas por los carpinteros, cepillando maderas. El toro lo simulaban dos españoles debidamente caracterizados y en el que destacaba su miembro viril que no era otra cosa que un enorme y rojizo nabo. El festejo fue todo un éxito. El torero remató magistralmente la faena y fue premiado con la concesión de las dos orejas y el rabo. Bueno, del rabo ¡no! El trofeo en su lugar fue el llamativo miembro. Lo cortaron como requería el ritual y a continuación el maestro lo mostró al público y lo lanzó hacia la zona de los espectadores donde estaban los jefes SS y sus esposas. La casualidad quiso que fuera a caer en el regazo de una de ellas que lo recibió con un gesto de asco, rechazándolo con una aparatosa sacudida de su vestido. Esto provocó la risa general y en especial la de su marido, hasta tal punto que no podía contenerla. Entró en una crisis de risas, carcajadas y espasmos que le llevaron a la muerte a los pocos minutos. Los prisioneros y en especial los españoles, se quedaron atónitos y temerosos de las  previsibles consecuencias que esto podía acarrearles, pero afortunadamente no se produjeron represalias es esta ocasión.
    En mi libro LA COLINA DE LA MUERTE se detallan las memorias que mi tío me transmitió sobre su permanencia en dicho campo. Tengo que añadir que Félix, mi tío Fermín y su hijo José (el “Peque” como se le conocía) fueron grandes amigos. Félix (apodado el “Pión” por su carácter protestón) trabajó allí como peluquero. Fermín en el comando de peladores de patatas y su hijo José en el comando Poschacher